LOS PARADIGMAS Y SUS ESPEJISMOS, por Alfredo Coronil Hartmann

LOS PARADIGMAS Y SUS ESPEJISMOS

Por: Alfredo Coronil Hartmann

Cuando no son los padres o el propio sistema escolar quienes los proponen es el niño o adolescente quien va buscando a tontas y a ciegas su “paradigma” que suele ser algún superhéroe a la moda, un deportista o en los más solemnes una figura tomada del santoral heroico-patriota de la mitología nacional. En el caso venezolano todos tienen el rostro y la magra figura de Bolívar.

No obstante, casos hay en los cuales el superficial e inocente juego de roles que no perseguía mucho más que un estímulo formal y apropiado adquiere una mayor trascendencia particularmente si concurren al “hechizo” una sostenida curiosidad intelectual y un ambiente familiar que propicie la cultura y la investigación o por lo menos la curiosidad en los muchachos. Alguno se irrita y reacciona en contra o si se quiere con mayor autoafirmación. Así, un hijastro mío, sobrino carnal del Gran Mariscal de Ayacucho y descendiente directo del prócer civil Diego Bautista Urbaneja, atosigado por el cúmulo heroico que le iba develando su abuela, nos encaró y con mucha propiedad nos dijo: “… y no había ninguno menos importante…”. El carricito –tendría 12 o 13 años- nos dio una buena lección.

A otros, simplemente nos inculcaron y asimilamos en nuestras casas y familias un hondo sentido de responsabilidad social e histórica. Con la misma convicción que me ha sostenido en la decisión de mantenerme, como nací, siempre venezolano, nunca he dejado de sentirme corresponsable por Venezuela, así me sienta libre de culpa en esto en lo que ella ha devenido. No involucra este comentario reproche alguno a quienes voluntariamente o impelidos por circunstancias graves se han decidido a optar por diferente gentilicio, esa es una decisión muy personal y respetable.

Mi venezolanismo no es ni endógeno y menos aún “no descubierto” como diría mi querido amigo el Dr. Agustín Blanco Muñoz. En alguna carabela, bajel o vapor vinimos, no estábamos aquí. Con sangre, sudor y lágrimas nos ganamos el derecho a permanecer. A finales del siglo XVI, Hernando Hurtado de Mendoza, como tantos segundones hidalgos llegó al país con un título de Capitán y un nombramiento para engrosar la burocracia colonial. Su descendiente directo, el doctor José Cristóbal Hurtado de Mendoza y Montilla fue diputado por el Estado Barinas al Congreso de 1811 y este lo eligió primer presidente de Venezuela. Había venido al mundo en Trujillo el 23 de junio de 1772. Ese día celebramos el Día Nacional del Abogado, en su honor. Otro tío, el doctor Julián Viso, fue el redactor principal de nuestro primer Código Civil, canciller ilustre y así, unos sumando y alguno seguramente restando, nos fuimos integrando a esta – que el Almirante del Mar Océano denominara- Tierra de Gracia.

En mi caso muy personal soy y he sido desde que tengo memoria un ávido, insaciable lector y dentro de esa pasión con he tenido marcado interés por la Historia, Nacional y Universal, que siempre he considerado el instrumento esencial de mi otra pasión: la política. Faena dura, muy dura, encontré y cultivé la poesía casi como una tabla de salvación de la cual depende mi salud mental y espiritual, aunada a una fe religiosa poco contestataria, disciplinada, casi una fe de carbonero, sin ningún ánimo peyorativo ¿Será una argucia subconsciente? Honestamente no lo sé. Para mí existen, creo plenamente en ellos: los artículos de fe.

He hecho, tras setenta y siete años, una carrera pública y profesional que me atrevo a calificar de digna y de respetuosa, especialmente conmigo mismo, que es un límite que jamás debemos traspasar. Algunos ponderan como un gran logro o un must mi rectitud administrativa, agradezco la intención, pero no puedo aceptar que el cumplimiento de una obligación elemental, forzosa y obvia sea exaltada como una virtud, menos aún como una rara virtud, eso sería sentirme inmerso en la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones, donde jamás podría vivir.

Todos estos elementos, quizá hilvanados con algún desorden, me regresan al título de este trabajo o desahogo algo incómodo. ¿Por qué el síndrome del Atlantis? Con frecuencia, especialmente entre la gente que aún me quiere, encuentro una actitud de sorpresa ante el nivel de angustia y frustración en el cual estoy viviendo estos años que, al menos en un paisaje más risueño, deberían a su juicio entornarme de gratas manifestaciones y actividades. Cuando les explico que no puedo sentirme de manera distinta contemplando la destrucción e involución de mi país, la mayoría no pueden ocultar su asombro, ya que “yo no soy responsable de ella, ni puedo remediarla”.

Quizá tengan razón. Asumiendo la maldición de Atlas y pretendiendo sostener el cielo para evitar su caída, no me siento predestinado. Zeus no me ha ordenado la imposible tarea, serían muchos Atlantis, Atlas, titanes y aún Dioses, los necesarios para la obra redentora nacional. No se precisa una pandemia para desear desaparecer, basta con respirar en Venezuela.

Ítaca 10 de junio de 2020.