Muchas liturgias se desarrollan a lo largo de nuestras vidas cuyo sacrificio final somos nosotros mismos y culminan en la gran liturgia de la muerte, no como punto final sino inicio de nuestro verdadero destino que es la eternidad. Y es que nunca la liturgia de la muerte puede ser en modo alguno un final, absoluto si se quiere, que ofendería la grandiosidad del milagro de la vida. Así mismo, todas las liturgias de las cuales somos hacedores nunca acaban, sino que, esencialmente, son el compendio de lo que somos. Cabe afirmar como Whitman que somos muchas cosas. Prefiero sustituir ése concepto abstracto de “cosas”, por liturgia que en su raíz griega leitourguía, servicio, es la obra del pueblo. Láos, pueblo. Ergon, trabajo.
Somos una obra en nosotros mismos, para nosotros, con los otros y en los otros. Somos una liturgia. No existe manera que nuestra vida no esté atada a otros, los que van de paso en nuestro camino, los que nos acompañan en varios días soleados y los que se guarecen a nuestro lado en las noches de lluvia. Unos con quienes realizamos la grandiosa liturgia del amor, en todas sus manifestaciones. Otros a quienes nuestros cuerpos consumen hasta fundirnos en un solo ente en la liturgia del sexo. Así también, entre otras muchas más obras vitales, están los incontaminados, los predestinados, que derrotan el silencio físico del alma y realizan la magnificente liturgia de la palabra. Los que descubren quizá que el alquimista no es quien recurre siempre sin éxito a fórmulas mágicas para vivir a nuestro antojo sino aquel que es capaz de manifestar en la palabra el verdadero destino final de esta travesía: la eternidad. Y solo el alma, nada más que el alma, que es la única que permanece, es la que puede hablarnos de ese insospechado destino al que estamos condenados. Ese hablar del alma es la poesía.
Rafael Cadenas ha sido proclamado ganador del Premio Cervantes, justo Nobel de la lengua castellana que, hoy por hoy, dignifica más que el de la Academia Sueca que arrastra consigo imperdonables omisiones. Y ¿Quién es Rafael Cadenas? Un sacerdos de la palabra, liturgo del alma. Cuya liturgia poética, como bien ha señalado el fallo del jurado: “…demuestra el poder transformador de la palabra cuando la lengua es llevada al límite de sus posibilidades creadoras, y destila la esencia deslumbrante de las palabras, en un territorio dual de sueño y vigilia, onda expresión de la existencia y del universo, dimensión a la vez mística y terrenal”.
Así Cadenas, el primer venezolano en conquistar tan anhelada corona de laureles, ha sabido lidiar con los ¿acaso desconocidos? dioses, o duendes a los que el alma quiere hablarle cuando se agotan todos los caminos. Aunque en verdad la poesía no se dirige más que a nosotros mismos, a aquellos con los que hacemos la liturgia de nuestras vidas, los duendes, nuestros compañeros inseparables que habitan siempre impasibles en los áridos y otros fértiles valles de nuestros corazones. Sí, entonces tenía razón Whitman, somos muchas cosas. Somos todos los miedos y soledades, amores, desamores, dolores, alegrías, silencios luminosos o gritos aterradores, albas y atardeceres, noches estrelladas o tormentosas, vientos desbocados que agitan nuestras tantas naturalezas. Nuestras cadenas que se rompen en el vientre del alma cuando ella habla, cuando la poesía se permite a sí misma ser y existir. Por eso ella no es para quien la escribe, sino para quien la sabe leer y entender, para aquel bendito que entiende ese silencioso parto tan escurridizo que termina por comunicarnos entre todos.
Y una vez que el alma ha sido poseída y aprende hablar, y el liturgo consigue hacer poesía se liberan más cadenas que nos atan, pero extrañamente nos hacen libres y al repasarlas una y otra vez se transforman en la saudade, esa palabra suprema, que es, como dijo Rubem Alves, “a nossa alma dizendo para onde ela quer voltar”.
En un poeta están todos los poetas y la humanidad entera. La poesía nos hace inmanentes en todos y para todos y por todos.
Recemos hoy con Rafael Cadenas y celebremos en él el lenguaje de su propia alma que en su palabra es tantas veces nuestra:
«Que cada palabra lleve lo que dice. Que sea como el temblor que la sostiene. Que se mantenga como un latido. No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es. Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad. Somos reales. Quiero exactitudes aterradoras. Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas. Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame la impostura, restriégame la estafa. Te lo agradeceré, en serio. Enloquezco por corresponderme. Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme».